lunes, 14 de febrero de 2022

Inicio del Taller de Escritura con la Biblioteca Municipal y la Escuela de Adultos de Llíria

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jueves, 1 de noviembre de 2012

Acróstico Clara

Contemplando todas la letras

Lunciéndose por los versos

Así es el viejo oficio

Rebuscando y rebuscando para

Apreciar todas las palabras

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domingo, 5 de octubre de 2008

"L'Espace c'est le Centre", Melun 2003

El martes 17 de diciembre llegaba puntual a las nueve y media para descargar coche y remolque. Pascal Dupont, jefe de mantenimiento, me esperaba con los montadores en la puerta del muelle de carga y descarga. Al verlos recordé cómo en la exposición del 96 hicieron lo mínimo para ayudar a colocar la obra de la exposición, recordaba como mi madre subía los cuadros por las escaleras cuando ellos pasaban a su lado con las manos vacías… Todo menos indicarnos dónde estaba el ascensor. Lo que tuve que luchar para que encontraran una tela negra que cubriera los ventanales.

Ya instalados desde varios días atrás en la pequeña casa de los padres de Marie-Noëlle, no podía llegar tarde esa mañana. Hacía más de un año que se había dado la fecha para limpiar los cristales del techo y la mini-grua estaría a mi disposición por la tarde. Cuando todo estuvo descargado y lo iban subiendo por el montacargas vi que la grúa ya había terminado y empezaban a desmontarla. Con un susto en el cuerpo le dije a Pascal que teníamos un acuerdo para que la usara esa tarde. Él no sabía nada y la habían alquilado solo por unas horas esa mañana, se la llevarían después de comer.

Crucificado por mi permanente estatus de incorregible-resuelve-problemas les pedía a los técnicos si me podían ayudar a pasar los hilos para empezar a subir las piezas de papel. ¡Ah, eran las doce, hora de la comida!... No me lo podía creer. Allí estaba la grúa, allí todo el material y nadie para ayudarme. Claro que teníamos toda la semana para montar la exposición y no había prisas, pero sólo disponía de unas horas la grúa y nadie parecía entender lo importante que era.

Como buen cabezota, me subí a la cestilla y le pedí al limpia-cristales que me izara. La orden no tenía apelación. Enganché una pieza de papel, la más grande y la até como pude a dos gruesos cables de acero que recorrían el techo de parte a parte bajo los cristales. Anudé otros hilos que me servirían desde abajo e impotente descendí ante la urgencia del dueño de los mandos que también quería ir a comer. La rabia e incapacidad me corroían. Si los principios eran duros y difíciles, aquellos de las instalaciones que solo puedes resolver en el mismo instante en el que empiezas eran los peores, que no me dejaran usar la herramienta fundamental que estaba a mis pies era del todo frustrante. Todas las piezas estaban esparcidas por el suelo del hall, yo era como una más de ellas, y la grúa inmóvil me gritaba lo absurdo de la situación.

Por la tarde se la llevaron y los técnicos que me tenían que ayudar ya habían subido los cuadros y las esculturas a la sala y me observaban divertidos en el mar de piezas de papel del suelo como si estuvieran en el palco de un espectáculo circense. Cogí a Pascal y le dije si es que nadie me va ayudar, me contestó que ellos no estaban allí para instalaciones raras en el Hall, eso no les correspondía. Nueva situación, malos modos y nuevo reto.

Comprendí tarde que la brusquedad de mi necesidad había sido mucho más que contraproducente, el recuerdo de lo vivido cuatro años atrás parecía más nítido que nunca. Pero escuchar las risitas de los cuatro tíos que me observaban cínicos era insultante y doloroso, pero no insoluble. Tenía varios días, tenía el material, el espacio, mis piezas traídas bajo la nieve con el coche y las niñas; había movido a toda mi familia desde Valencia para estar allí en ese día, a esa hora. Todo para montar las piezas en el aire y tener suficiente tiempo para los imprevistos. Bueno ahora me encontraba con uno de esos imprevistos que de verdad era un gran obstáculo, pero no era insalvable. Salí a frío helado de la calle para calmarme. Anduve sin rumbo esperando que los montadores se hastiaran de su estúpida victoria. Al recuerdo me vino la misma sensación cuando en 1988 Rafael P. Contel me ayudaba a colocar las fotografías —del viaje de dos meses por la india realizado un año antes— en el Círculo de Bellas Artes de Valencia. Las barras estaban pegadas al techo a cuatro metros de altura y con la escalera apenas se llegaba a colgar las cadenas y los ganchos que sujetaban las fotografías enmarcadas. Cuando ya solamente nos quedaban tres o cuatro se levantó de una silla un esmirriado personaje de cara risueña y sacando un palo largo con un garfio en la punta colgó los que quedaban en unos minutos. Con una risita de triunfo nos dio la espalda y se encaminó al bar a seguir bebiendo entre risotadas de compañeros estúpidos. La frase de Rafael era igualmente apropiada para el Centro Cultural francés: “Hasta los más infelices necesitan sentirse superiores por unos instantes, a pesar de hacerlo a costa de su propio prestigio” me dijo con tono aleccionador, “Eso debe de ser que no tienen ninguno” le contesté yo hirviéndome la sangre. Entonces tan solo tenía 22 años y debía seguir aprendiendo la lección catorce años después.

El hall estaba desierto y caliente. Con la tranquilidad de saberme sereno me centré en el problema que tenía ante mí. La pieza más alta estaba colgada pero sin forma, de sus puntas caían los hilos de nylon en el centro del vacío inaccesible. Bajé al sótano y encontré un palo largo con un clavo en un extremo y lo usé para acercar ese hilo, al atarlo a la barandilla las curvas del papel se doblaron de forma armónica. Repitiendo lo mismo desde cada esquina quedó suspendida con gracia.

Arrugando unos papeles y envolviéndolos con celo hice una bola y até otro hilo transparente, la lancé hasta que conseguí pasarla por los cables de acero del techo, la pelota atada cayó a las escaleras de abajo y tras muchos viajes fui subiendo una a una las veinticinco piezas que llevaba. El laberinto de hilos de nylon en lugar de ser un problema resolvieron anclajes cercanos y, como tensores intermedios, trababan todo el conjunto como una tela de araña invisible. Al cabo de las horas Pascal se me acercó para decirme algo, sin duda algún remordimiento profesional tendría cuando se le notaba en la cara las excusas que no llegaba a pronunciar. “Aquí cuando llegan los artistas se portan muy bien con los técnicos, los invitan a comer y les dan algunas propinas” me dijo como toda explicación. Con la lección aprendida le insinué que no pasaba nada, y seguí con lo mío, prefería trabajar solo que con gente como esa, disponía de tiempo pero no necesitaba ni un gramo de ineficacia. Yo no le iba a explicar la mala noche de un bebé con retortijones de estómago, ni el cansancio acumulado del viaje, ni la responsabilidad de que todo estuviera perfecto, que la idea quedara para el recuerdo tal y como se merecía mi historia. Yo no estaba allí para hacer cualquier cosa, tenía que quedar bien, suficientemente bien para que yo me sintiera tranquilo y para lo que menos estaba era para pasar el rato simpático con los retrasados que se sentían ofendidos por el artista con humos.

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"CuadroCubo" 400m2, Valencia 2002

El 11 de septiembre de 2001 el mundo tembló.

Perdidos en el campo de una Llíria melancólica y rodeada de naranjos, sin televisión ni ganas de saber del mundo pasamos ajenos a la mayor noticia mediatizada del incipiente siglo que estábamos empezando. Comiendo al sol de un día más de pintura y niñas juguetonas evitamos el inmenso impacto de la noticia en directo.

En la nave, que un amigo de José Ibarruri me había conseguido de mayo a noviembre, volvía a destapar los cubos de pintura y a barrer el cuadro extendido, pues el polvo de la nave abandonada me molestaba al pintar. La radio me ofrecía la compañía necesaria de tan solitaria tarea. El cuadro avanzaba tranquilo, al final en nombre de CuadroCubo se iba imponiendo con el paso del tiempo y ya tenía en mente una primera prueba para octubre; no dejaba de proyectarme en el tiempo, de analizar cuánto tardaría en acabar, qué podría pintar en qué sitio y qué haría cuando no pudiera disponer de semejante espacio para trabajar el cuadro casi al completo.

Los comentarios radiofónicos no los entendía, explosiones, derribos… Daban por sentado que todo el mundo lo sabía y no alcanzaba a visualizar la dimensión de lo que transmitían. Intrigado me detuve a estudiar las inconexas informaciones que oía. Al realizar la magnitud de semejante acto quedé paralizado, incapaz de seguir trabajando, veía el cuadro ajeno y superfluo, insípido y banal. Volví a casa para encender el televisor e impregnarme de lo que occidente ya nunca podría olvidar, jamás. Sentados en el sofá con unos bebés inconscientes intentábamos analizar la amplitud de semejante acto sin llegar a concebirlo. El tiempo necesario para la reflexión sería el crisol de nuevos planteamientos, pero intuía que nada bueno saldría de aquello y la breve historia vivida me demostraba que éramos incapaces de aprender de nuestros errores. Tal vez el Ser Humano tuviera el estigma de la perdición y el tropiezo ineludible en el mismo escollo, quizás nos mereciéramos hacia donde estábamos abocados a caer. Nuestro individualismo sería nuestra perdición.

Los días iban pasando entre el recuerdo del monstruoso atentado y el inminente futuro ante nosotros. Poco a poco el cuadro se preparaba para su puesta de largo, para su primera aparición en público, el Claustro de piedra lo esperaba con sus columnas abiertas y sus alumnos teólogos, asombrados.

La mañana apareció fresca y despejada. En la entrada el portero me miraba con cara extraña y mientras le explicaba que iba a hacer una prueba y que sólo tardaría unas pocas horas fui dejando lo papeles plegados según la numeración establecida. Nunca acertaba a volverlos a plegar de la misma forma y los números anteriores siempre quedaban escondidos por el medio. Al desplegarlo el colorido inundó en marco de piedra austero y silencioso. Tan sólo era una esquina, pero ya se intuía lo que acabaría siendo un inmenso tapiz colorido, lleno de mensajes, figuras y alusiones a un cubo omnipresente y tridimensional.

Las fotografías se sucedían imparables, las imágenes en vídeo le daban al proyecto un halo de realizable nunca antes conseguido. Procesos filmados y fotografiados, ese afán de hacer llegar, de transmitir… De mostrar que aquello iba existir. La era digital acababa de subir un escalón importante con el flamante MacBook Pro de 15,2 pulgadas. El portátil plateado de Apple me acompañaba en las largas sesiones de pintura en la nave, en las pruebas en el Claustro y con él descubría la libertad de trabajar sin depender de una mesa de despacho.

Apple volvía a conquistarme con un iTunes recién nacido y muy lejos todavía de su inmensa cuota de mercado en la reproducción de música en mp3. Con el primer software de edición de vídeo llegó la manipulación de la imagen en movimiento desde el sillón del salón. Las tomas de los procesos pictóricos, de las pruebas y realización de bocetos tomaban un nuevo cariz; con suaves fondos de música electrónica y fundidos limitados, iMovie ejecutaba películas en un abrir y cerrar de ojos. Con un simple clic la pantalla se fundía en negro y empezaba la sesión, sin cables podía enseñar el proceso del cuadro en movimiento; nunca la tecnología había tenido una aplicación tan práctica y sencilla.

Desde entonces el ordenador portátil me perseguiría como un libro plata de poco más de dos kilos de peso. Las fotografías sucumbían imparables ante la Sony digital y aquellos olvidados cinco megapixels, y la organización de tanta información pronto requirió de algunos discos duros externos y muchos cables liosos.

La mezcla entre la tecnología más puntera y práctica con los pinceles y los colores primarios no se me hacía nada extraña. En los cubos de pintura los colores seguían diluidos y pastosos en el fondo, y con la llegada del nuevo año –el año de la inauguración— descubrimos que esperábamos un nuevo bebé. Las cuentas extrañas de los embarazos rozaban el tiempo de exposición de la obra y nada, salvo la espera, podría darnos fe de aquel mes de junio de 2002. El abandono de la nave había dado como resultado la aplicación de la pintura en el estudio de casa, plegando y desplegando los papeles para que cupieran planos en el limitado suelo de tan solo seis por cuatro metros, iba pintando los detalles inmensos de una obra que me absorbía por entero.

En el Taller-Escuela de la calle Cádiz mezclaba las clases vespertinas con la apretada agenda de mi realización inmensa. Los papeles se dividían entre la casa de Llíria y el estudio de Valencia, como si el cuadro necesitara de todo el espacio disponible, iba acaparando superficies, devorando habitaciones… Lo quería todo, se lo tragaba todo. Los alumnos participaban en el desarrollo de la obra, se asombraban del reto y enardecían al creador de semejante locura. Yo les explicaba los principios plásticos que se escondían tras la llamativa dimensión y ellos asumían que el tamaño no importaba. Mientras seguían con sus ejercicios yo dibujaba junto a ellos en los ratos serenos. El cubo se llevaba la mitad del título y el Cubo, bajo sus múltiples facetas representativas, se encargaba de la gran parte de las ideas plásticas de la Obra. De cada columna de piedra del claustro, una escultura pintada sostenía la columna bidimensional. Los 20 cuadros titulados “Esculturas de Columnas” formaban una de las principales colecciones de cuadros que —bajo la idea de la metamorfosis entre lo real de la piedra y lo plano del cuadro— rodeaban todo el Patio del Claustro, dando el paso a los visitantes. En las esquinas las tres columnas no podían plasmarse de otra forma que con tres figuras entrelazadas; una escultura por cada una de las columnas de la esquina. El paralelismo entre el edificio y el cuadro tenía que ser muy estrecho, único, pues el cuadro se realizó para el Claustro de piedra y sus imponentes columnas; por él existía y en el cobraría vida en unos meses ansiados.

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"La Transfiguración" 350 m2. Wolfsburg 1997

Comiendo la agradable Pizza con Daniela veía sus ojillos negros sonrientes incitando a la narración. La pregunta sobre Horst había quedado en el aire y tenía que empezar por algún sitio, por algún momento. Era como clavar una chincheta en la cinta continua del tiempo, como intentar detener un recuerdo que pasa vertiginoso. “¿Cómo había empezado aquella historia? ¿En qué momento se bosquejaba el complejo plan que ahora estábamos desarrollando?”... Pensaba que todo empezó hace siete años, con la llamada de Maurice —todos los principios llevaban a Maurice— pero en realidad fue hace treinta y cinco.

Maurice Peutat, surgió de la nada, y en la nada se disolvió… Y entre nada y nada me presentó a Horst.

Durante la década de los 60 mi padre decidió recorrer una parte de Europa en autostop: Francia, Bélgica y su entonces exposición universal, viendo en directo aquel “Atomium” que tan fascinado me tenía de pequeño. En su recorrido por ese país de bombones pralinés, patatas fritas, gofres y cerveza, acabó encontrándose en una carretera, a las afueras de un pueblecito, esperando que algún coche se detuviera para llevarlo a su próximo destino. La fuerte lluvia no parecía ayudar en nada y, empapado, continuaba la espera. La puerta de la casa de enfrente se abrió. Una mujer mayor sacó un paraguas y, saliendo al diluvio, recogió a mi progenitor para meterlo en casa, secarlo y darle de cenar. Resultó que era una de esas familias adorables, sencillas y bondadosas; ese tipo de gente que te entra con tal facilidad que te parece normal y cotidiano a los diez minutos de conocerlos, aunque cuando te despides te das cuenta hasta qué punto resultan extraordinarios y únicos. En aquella cena se entabló una peculiar amistad y para el caminante, uno de los mejores recuerdos de aquel loco viaje de antaño. Un poco de dinero para coger el autobús y continuar el trayecto fue su último regalo de despedida, un adiós simbólico de la familia Peutat.

Mi padre se convirtió en un asiduo de los talleres de joyería parisinos (por aquella época aún en vogue) y algún que otro viaje por aquel pueblecito de Bélgica nunca estaba de más. La luna de miel del final del verano del 63 pasó por París y por casa de los Peutat. Yo desde siempre había observado con curiosidad aquellas fotos de colores alterados que, entre papeles crujientes, reposaban tranquilas en los álbumes familiares: la granja, la casa de madera y una niña muy rubia en brazos de mi madre. Marie-Claude, era la hija de Pierre, el mayor.

Veintiocho años después Maurice estaba al otro lado del teléfono. Mi padre lo cogió como una llamada más, quien sonó detrás del auricular no fue nada corriente, al contrario, de lo más inesperado. Las historias fluían tras colgar el auricular. Mi madre apenas si se acordaba de él, era Pierre, el hermano mayor de la familia quien había sostenido el grueso pilar de la amistad durante varios años.

El recordar todas aquellas vivencias parecía rejuvenecedor, mis padres disfrutaban abriendo el baúl y sacando a la luz algunas historias de tantos años atrás. Los álbumes presidieron los recuerdos, las fotografías sepias me ilustraban entre atolondradas anécdotas y suspiros de antaño. Pierre murió joven y el contacto se fue deshaciendo poco a poco hasta llegar al olvido. Un comentario me llenó de asombro, Maurice era considerado por su hermano como la oveja negra de la familia.

Resultaba que casi treinta años después estaba en Madrid y había recibido un premio en la Feria de Urbanismo por la construcción de un hotel en Luxemburgo. Convertido en un gran cocinero de renombre en Europa montaba restaurantes de gran lujo en hoteles bastante caros y selectos. Para él la única persona que conocía en España era el antiguo amigo de su hermano Pierre, Rodolfo Navarro, y dándole el nombre de mi padre —entre colegas— al gerente del hotel, éste le localizó el teléfono en pocos minutos.

Al recogerlo en la estación de tren, me encontré con un personaje muy alto, casi calvo con el pelo blanco y corto que le hacían mucho más mayor. Vestido con un traje gris plata y un abrigo de cachemir beige de perfecta caída, lo acompañaba una joven “secretaria” con un ligero exceso de maquillaje, la maleta de cuero impecable y el Rolex de oro decían mucho más que sus cristalinos ojos grises. Tras un efusivo abrazo que intentaba recortar los treinta años de separación nos fuimos a casa donde pasaron el fin de semana. Desde entonces, sus visitas fueron bastantes asiduas. Nos contaba que, de joven, estuvo en la cárcel y que ahora estaba instalado montando hoteles y restaurantes por el norte de Europa. Que Marie-Claude era en el fondo simplemente Claude y que a la familia le había costado bastante reconocer el error de la Naturaleza, mi madre se quedó con cara de estupor y no se volvió a tocar más el tema. Maurice no paraba de hablar mal de su hermano Pierre.

En uno de mis viajes a París, tras la beca Erasmus a finales de 1990 y los nueve meses que su escuela de Bellas Artes me ofreciera, fui a visitarle a Luxemburgo. La mejor suite de un Grand Hotel, restaurantes carísimos y selectos, donde él a penas si comía la cuarta parte de un plato ya diminuto de por sí, algunas visitas a los hoteles que estaba construyendo a las afueras, me envolvían en un alo grandioso y nuevo para un joven trotamundos. Me ofreció exponer cuadros y relieves en la inauguración de su hotel en noviembre de ese mismo año, 1991. Fue por aquella época que se le fue metiendo en la cabeza construir un hotel de esas características en Valencia y junto con mi padre se buscaron abogados, banqueros y arquitectos… La movida iba cogiendo auge.

Sus visitas a Valencia aumentaron. Los viajes de mi padre y el séquito de la organización a Alemania se produjeron como la continuación de un proyecto hotelero que a todos les perecía inaudito, salvo a Maurice. La construcción del hotel de Luxemburgo se iba retrasando y mi exposición con ella. Tras una visita a mi estudio en Valencia programó un encuentro con un amigo suyo, miembro del consejo de un museo de arte contemporáneo importante en Alemania, se llamaba Horst Michalzick.

En un viaje relámpago de París a Luxemburgo y de allí en su coche hasta Wolfsburg a 220 km por hora, organizó una cena en uno de sus restaurantes y hoteles. Yo estaba un poco mareado y me sentía fuera de lugar. Tras un baño en una habitación inmensa y caldeada, a las ocho estábamos sentados para la cena. Pasar de francés al inglés me resultó un poco difícil al principio, Maurice traducía con un alemán fluido e incomprensible, habiendo lanzado la semillita me dediqué un poco al plato de filete de jabalí con hierbas aromáticas que empezaba a quedarse frío, lo cual era una pena.

Maurice ayudaba con el alemán y Horst cabeceaba con mi inglés; por el momento me daba por satisfecho, podía hacerme entender, podía transmitir mis ideas, hacerlas realidad con palabras entrecortadas y frases medio construidas. La cena duró tres horas, y siete platos cocinados en el momento de una exquisitez poco común para mí. Como único tema sorprendente que tenía en la manga: el cuadro titulado “Le miroir interieur” de cincuenta metros cuadrados realizado en la Escuela de Bellas artes de París. Poco a poco, animando la copiosa y lentísima cena iba contando cómo lo expuse bajo la Tour Eiffel, para poderlo ver desde el primer piso, y en la Piazza Beaubourg, frente al Museo Georges Pompidou, para observarlo desde los diferentes pisos de su barroca fachada tubular. Ante su cara de asombro surgió la idea. “¿Tal vez podría realizar algo similar, si encontramos el lugar idóneo?”… La pregunta quedó en el aire, Horst y Maurice empezaron a hablar en alemán.

Fue entonces cuando Horst Michalzic empezó a hablarme del Museo Schloß, de su importancia y dimensiones, parecía que la semilla había cuajado. Intentando cazar alguna frase al vuelo, le pregunté si el castillo tenía un patio interior. Me lancé en picado a desarrollar todo un proyecto de realización de un cuadro inmenso que cubriría toda su superficie. No había visto el castillo, ni sabía las posibilidades, ni quién era la persona con quien estábamos cenando aquella maravillosa sucesión de exquisiteces, sólo sabía que estaba allí, y ante mi tenía a alguien que se interesaba por una idea loca e innovadora, una idea que me había hecho soñar en París y que la llevaba siempre conmigo, paseando junto a mí, mis sueños y visiones más enajenadas. Podría decir tan solo que, por aquel entonces la idea no estaba demasiado reflexionada. Les explicaba que el público podría observarlo desde el suelo, al entrar, y recortado por las ventanas de los diferentes pisos mezclado con las fachadas y el resto de visitantes. La inexperiencia y la ingenuidad me daban la fuerza de una seguridad que, si bien no era falsa si parecía muy, muy lejana. La cena pasaba y la euforia de una obra que ya parecía estar hecha acabaron por conseguir —in extremis— una cita a la mañana siguiente en el Castillo-Museo con el director, y donde Maurice haría de traductor. La semilla se había convertido en una plantita de buena altura, no obstante intuía que era bastante frágil y necesitaría mucho riego.


Otro plato, esta vez con triángulos de queso que frío ya no hacía hilitos, me recordaba que si no iba comiendo Daniela iba a acabar mucho antes que yo. La pizzería se iba vaciando y yo con mi relato me estaba alargando demasiado, ella estaba encantada con la historia rocambolesca del encuentro con Horst y mi inglés fluía cada vez mejor. Con las manos cruzadas bajo su barbilla y los codos sobre la mesa me miraba directa y sincera. Sentía que me estaba dejando llevar por los detalles de una historia interminable, así que intenté resumir el final como pude.

—No imaginaba que fuera tan complicado —Daniela se asombraba bebiendo su café expreso con ruidosos sorbos para enfriarlo.

—Pues esto no es lo más sorprendente —Le contesté convencido.

—¿De veras?…

El proyecto de construcción del hotel en mi ciudad natal fue en aumento, iba cogiendo un tamaño desmesurado donde el dinero de empresas del “Paradis Luxemburgois” y el fantasma de las “Inversiones extranjeras”, era el centro de todo lo hasta ahora planificado. Maurice iba y venía por Valencia como Pedro por su casa, yo, cada vez más instalado en París iba reforzando mi contacto con Horst mandándole fotografías de mis cuadros, dossiers completos y textos traducidos con mis ideas.

El día catorce de febrero de mil novecientos noventa y dos, Maurice Peutat tenía que llegar a Valencia para poner punto final a toda la operación del hotel. Un cheque bancario de cinco millones de marcos alemanes era todo lo que necesitaba para ello. Y Maurice Peutat nunca llegó… Y el dinero tampoco, claro. No solamente es que nunca apareció, sino que hasta el día de hoy no hemos vuelto a tener ni una sola noticia de él. Las conjeturas, sospechas y elucubraciones podrían dar para varios guiones de las mejores películas de Hollywood, pero Maurice se volatilizó. ¡Puff!…

De todo aquello solo quedó una frágil conexión con Horst y la testarudez de un joven artista loco por plasmar su idea en un Museo alemán.

“OH!, I love it!”, Daniela estaba encantada con el final de la historia. Saliendo del restaurante italiano caminábamos por las calles peatonales de la ciudad de Wolfsburg y a mí me costaba salir del recital que acababa de revivir. Cuatro años intentando mantener en vida una idea a miles de kilómetros de mi casa, mi estudio y mi trabajo cotidiano. La plantita que creció alocada, en una cena, en un hotel de Alemania había perdido un poco de salud, pero nunca la di por muerta.

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"Carré rouge, Triangle jaune, Cercle bleu" 250 m2


Cuando apareció delante de la puerta me sorprendió su baja estatura, la pureza cristalina de unos ojos azules y la barba blanca-gris recortada a lo mormón, sin bigote, como una cinta peluda que le sujetaba la generosa papada. Con un pantalón oscuro y una camisa blanca inmaculada, se me quedó mirando con curiosidad. Me levanté de un salto sintiéndome culpable de hacer sufrir de aquella manera al pobre silloncito tortuoso.


—Sólo tengo cinco minutos, pase a mi despacho. —El despacho era una sala inmensa con grandes ventanales que daban al jardín de entrada de la Cour du Cheval Blanc, pinturas de tonos lavanda y hierva decoraban los techos de molduras complejas, escenas de caza y bailes, de paisajes románticos pertenecientes a otra época hacían juego con los tapices de las paredes y el personaje que los disfrutaba cada día. En el centro, una mesa monstruosa dejaba apenas metro y medio de espacio hasta las paredes, me preguntaba cómo tendrían acceso al centro de los papeles. En una esquina un sucio ordenador destacaba de los montones de planos, papeles, archivadores, carpetas y dosieres de todo tipo, color y grosor. Una sucia alfombra, que en su día luciría vivos tonos cálidos, bordeaba la mesa, los hilos y agujeros raídos me decían que aquel despacho había sido pisoteado durante años, Le Roi estaba en sus dominios indiscutibles.

—¿Qué es lo que me tiene que enseñar?.

El dossier cayó pesado sobre otras montañas de papeles. Ningún gesto para hacer sitio, para ordenar un hueco, para suavizar el relieve. Lo cogió y empezó a pasar las hojas sin medida ni atención, cada página plastificada contenía la información justa, las imágenes precisas para entender el proyecto en el más breve espacio de tiempo; no obstante, una idea como la mía no era fácil de comprender. No podía dejarlo errar sin más por un mensaje tan estudiado y concentrado. Con suave firmeza se lo quité de las manos y le mostré rápidamente el proceso y lo que quería hacer con su Palacio, bueno, con una pequeña parte de él.

—La idea consiste en realizar un cuadro en el interior de la escalera doble en forma de herradura de la entrada del Palacio —No sabía si lo había captado o no, pero intuía que no era el momento de perder el hilo —El cuadro será de papel, no se realizará aquí sino en mi estudio y tan solo necesito un par de mañanas: una para colocar el papel blanco, y recortar el complicado perímetro interior de la escalera y otra para instalar el cuadro acabado y poder hacer una fotografía del conjunto.

Estaba lanzado y su silencio, bien de incomprensión bien de reflexión, me decía que no parara, que siguiera hablando, no quería confrontarme a la realidad de su opinión, no quería oír el rechazo. Colette volvía a pasar las hojas y se detuvo, al principio, en la fotografía en blanco y negro del cuadro al completo. Era el momento de cambiar de táctica, de explicar el concepto y la idea.

—El cuadro representa la fusión entre la figura humana y la geometría a través de elementos arquitectónicos, en realidad es como si la escalera fuese el marco del cuadro —La explicación fue absorbida por unos ojos ávidos y expectantes. Empezaba a mostrarse intrigado ¿Lo habría comprendido tan rápido?. Las páginas pasaban por mis manos diestras para ilustrarle, con imágenes, lo que iba saliendo a toda velocidad de mi cabeza efervescente. Al llegar al capítulo de “La Realización” su mano arrugada frenó mi explicación; el corto texto le transmitía toda la información. Seguía callado y su interés me iba dando más y más fuerza —aquí, en esta foto no se ve muy bien, pero he traído el boceto original —le dije señalando el rollo que llevaba conmigo.

—¿A considerado el tamaño?.

—Sí, por supuesto.

—Y… ¿no le produce ningún problema?.

—En absoluto —Se me quedó mirando unos segundos, mi cara debió de reflejarle hasta qué punto era cierto lo que yo todavía desconocía.

—En el centro —continué rompiendo el encanto del silencio —Tres figuras intentan controlar, a modo de frontera, una anarquía de colores y planos formales que no se repiten en ningún momento en toda la obra. Tras estas figuras los tres elementos geométricos principales: el cuadrado, el triángulo y el círculo, a los cuales les añado el color según una teoría de Wasili Wasilievich Kandinsky. De ésta forma constituyen el pilar de todo el conjunto y, por tanto, el título de la obra. Empecé a separar unas sillas para hacer espacio, y sobre la raída alfombra roja coloqué el papel y el dibujo que éste portaba. Colette se sentó delante sereno con las piernas separadas y los codos sobre las rodillas, cuando su prominente barriga pareció acoplarse sacó unas gafas de cerca del bolsillo de la camisa. Un par de miradas hacia el dossier, pasó dos hojas y siguió observando el dibujo del suelo, lo estaba analizando. No quería que se rompiera el hilo conductor, la frágil estructura de ambiente positivo; lo intuía interesado, estudiaba las cuestiones y la esperanza asomaba tímida por una esquina…

—A la entrada están los guardianes de la puerta, hombre y mujer, uno a cada lado del primer escalón de la escalera. Detrás, las dos esculturas que, pintadas, constituyen un juego de percepción entre la segunda y la tercera dimensión; ya que son las interpretaciones de las dos esculturas que, en los muros de la escalera, descansan en sus nichos de tres metros de altura.

Colette asentía serio con la cabeza, los brazos cruzados sobre la prominente barriga y recostado sobre la silla, me estudiaba con asombro y ceño fruncido.

Su silencio se prolongaba y yo ya no podía parar. Me habían permitido explicarme y aquello me bastaba.

—En realidad la idea nace como un juego de percepción, donde el tamaño de la obra compite en dimensión con un elemento arquitectural tan importante como este. A mi me gustaría que un público selecto pudiera andar sobre el cuadro. Tal vez una inauguración con invitación donde la gente pudiera nadar entre formas y colores, sin apenas poder distinguir el mensaje; luego, al subir las escaleras iría descubriendo otra manera de ver el cuadro. Y para acabar dicho juego perceptivo, el veinte de julio se inauguraría la segunda exposición de algunos trozos cortados en la sala de exposiciones del Espace St. Jean de Melun.

—Sí, me gusta la idea —en ese momento supe que un gran paso se había dado —Pero, precisamente, ¿qué pasará con el público? —su pregunta me pilló desprevenido, ¿daba por hecho que el cuadro se podía hacer? ¿Acaso no se estaba preguntando por las consecuencias de la realización, detalles en realidad, y no si se podía hacer o no?. Sus ojos se concentraban en el dibujo, los míos en él y en lo que se me avecinaba.

—¡Andar sobre el cuadro!… Lo van a estropear. Se romperá, entre los pavés hay huecos… E incluso la gente podría caerse si no los ve —Se quedó pensativo, como visualizando la escena, no parecía hacerle mucha gracia. —De todas formas es una barbaridad. Además el suelo es de pavés y por tanto irregular. El papel nunca podrá soportarlo… Su obra es, ya se apañará.

—Sí que puede. Ya he realizado otros proyectos de este tipo y el papel ha resultado un material muy resistente. Y la exposición del cuadro no es lo más importante —¿Cómo quitarle la idea de la cabeza? —Incluso me podría pasar de la inauguración. Para mí lo más importante es poder realizar la fotografía del conjunto con la escalera como marco de la obra.

Sin decir una palabra se levantó y se escurrió tras una puerta algo camuflada a la derecha de una ventana, tal vez tuviera ganas de ir al baño. Allí sentado con el dibujo a los pies, el dossier abierto sobre tantos otros papeles, observaba el despacho. Estaba sereno, el estómago había desaparecido y una relajación general me invadió por entero. No había tenido tiempo de darme cuenta hasta qué punto todo estaba saliendo bien, recordaba las horas pasadas traduciendo los textos y pegando fotos, dibujando el boceto y revelando los carretes para positivar las fotografías en el laboratorio del armario; y todo parecía ya lejano. Colette volvió de su puerta misteriosa con una vieja carpeta, la colocó encima del dossier, enésimo piso en equilibrio, y la abrió. Ante mis ojos empezaron a desfilar antiguos grabados concernientes a la escalera del Palacio de Fontainebleau. Vistas desde las arcadas, desde la parte de arriba, de frente, de lado. Al encontrar lo que buscaba paró el desfile, cogió el plano a escala y se fue hacia la fotocopiadora. Me entregó dos fotocopias con las dimensiones exactas al milímetro. Cuando la comparé con el dibujo que había sacado ampliando un plano global de una guía turística, comprendí hasta que punto las guías de viaje menospreciaban el rigor arquitectónico en sus planos, por muy generales que éstas fuesen.

—¿Cuándo va a empezar? —Su sequedad volvía a sacarme del ensueño.

—Ahora voy a tomar unas medidas —Echó un vistazo a las fotocopias sin entender que yo aún no sabía lo que tenía que hacer —Y espero volver el martes que viene para poder probar los primeros trozos de papel. Por cierto, sí que me gustaría que me indicara a quién debo dirigirme para no molestarle cada vez que necesite pasar por aquí.

—Mientras venga los martes por la mañana que el museo está cerrado no hay problema, incluso si necesita venir entre semana que sea temprano, antes de las nueve cuando el museo abre sus puertas.

Enrollando el dibujo le miré los ojos y él me devolvió la mirada serena, deseándome la suerte que ya había tenido. No hubo esa frase mágica de: “Bueno, sí, le doy permiso”. No, no tenía nada donde apoyarme… Pero sabía que ya podía hacerlo. Sonreí y le devolví la mirada a aquel despacho en el que nunca volvería a poner los pies. Nos dirigimos hacia la secretaria de la entrada y en pocas palabras le explicó la situación a la que me miraba con incredulidad.

—Póngase en contacto con ella, cuando quiera venir. Buena suerte.

Allí nos quedamos clavados, yo de pie, rulo en mano y la secretaria sobre su silla. Pronto comprendí que la persona importante no era el curioso personaje que acababa de salir, sino la que, ante mí me miraba con cara de querer hacer mil preguntas. Le enseñé el dossier y el dibujo para que pudiera comprender la idea y el proyecto, le costó, pero llegamos a buen término. Una llamadita antes de venir para prevenir a los guardas de la entrada sería suficiente. Apenas daba crédito a mis oídos, ¿Sería tan fácil?, ¿Ya estaba todo?... “Adieu”, Me dijo sonriente y más tranquila. Curiosamente me pareció mucho menos rechoncha que al llegar.

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"Le Miroir Intérieur" 50 m2 París 1990

Instalado en París desde hacía más de ocho meses y en una de las muchas veces que subí a la Torre Eiffel —siempre por las escaleras y admirando sus remaches, reparaciones y ensambladas piezas de hierro— contemplé Les Champs de Mars como quien admira un cuadro. Descubrí que ese era un buen punto de vista para ver un cuadro grande, pero… “¿Cómo de grande?”. Con la idea burbujeante, bajé apresurado y me dispuse a medir los nueve rectángulos de césped, contándolos con un pie delante del otro, rápidos cálculos me decía que aquello era inmenso.

De vuelta en mi pequeña habitación de la rue de l’Assumption empecé a medir y multiplicar hasta obtener la relación proporcional: siendo un lápiz la Torre Eiffel los nueve rectángulos de papel se alineaban en más de un metro de longitud… Miles de metros cuadrados eran demasiados incluso para quien ilusionado veía un nuevo reto que alcanzar. La lógica se impuso y la realidad me demostró que cada cosa tenía su tiempo y cada cuadro sus proporciones adecuadas: un boceto de 50 m2 sería suficiente para empezar.

La tranquilidad de saberme en el Palais des Études de la escuela de Bellas Artes de París —inmenso hall acristalado de tres pisos de altura y más de quinientos metros cuadrados— y cerca del final del curso puso el punto definitivo a la idea: lanzar un mensaje al público, realizar un cuadro tan grande que sea capaz de competir con la ciudad, que sean las calles su marco y que la gente pueda preguntarse el por qué de una obra así… Su mensaje y función.

Cuando en las vacaciones de Pascua le contaba la idea a Rafael P. Contel estaba muy lejos de imaginar dónde acabaría esa aventura, pero al volver a París me volqué de lleno en mi nuevo reto: Dos figuras, hombre y mujer, hechos con trazos infantiles serían la idea, el mensaje: que los sexos fuesen más grandes que la cabeza para ironizar con aquellos que suelen pensar más con la entrepierna que con el cerebro. Las palabras “le miroir intérieur” (el espejo interior) escritas al revés, como si las viéramos a través de un espejo nos haría cuestionarnos dónde estamos… “¿es un reflejo nuestro?, ¿es nuestra imagen la que se refleja o sólo un reflejo invertido de esa imagen?…” intentando leer el título, el espectador entraría en el juego del mensaje que la obra le intentaría transmitir.

Un solo papel cuadrado de siete metros de lado y los tres colores primarios —pigmentos puros, látex y agua— me permitieron hacer cinco litros de pintura líquida y transparente; como si fuera acuarela. Las aguadas se superponían utilizando el blanco del papel como fondo. Plegarlo siete veces y enrollando la tira que quedaba, el cuadro se convirtió en un enorme pero transportable rollo de papel. Buscando horas de poca afluencia en el siempre atestado metro parisino, me desplazaba por la ciudad para colocarlo allí donde se podía percibir a la distancia correcta.

Desde el primer piso de la Torre Eiffel —aquella amiga que me apuntó la idea desde sus alturas— y en un soleado día de mayo de 1990, coloqué el gran papel en el centro exacto del octógono de su base, la gravilla resultó ideal para sumergir el perímetro del cuadro en ella y evitar que el viento se lo llevara volando. Por el inmenso hueco de hierro del primer piso observaba y fotografiaba la obra que semanas atrás había surgido en el suelo del Palais des Etudes de la escuela. Veía a los turistas agrupándose a su alrededor intentando comprender la imagen que surgía del suelo, mientras, otros a mi lado en la primera planta veían con claridad tanto el dibujo como el mensaje del cuadro. Al cabo del rato y mientras seguía fotografiando el resultado, una joven pareja inglesa se acercó preguntándome si la obra era mía, habían estado abajo haciendo cola para coger el ascensor y ahora que estaban en el primer piso podían comprender lo que antes tan solo intentaban adivinar. Charlaban de cómo entre el grupo se pusieron a discutir y comentar el fin de tal obra y cómo lo entendieron cuando el ascensor los expulso a más de 100 metros de altura. Una extraña sensación me transportó lejos de allí, los ingleses hablaban y yo recordaba aquel paseo, estaba volviendo a mi pequeña habitación del barrio dieciséis hacía unas semanas, era tarde y no podía dejar de pensar en la posibilidad de realizar un cuadro en el que la gente pudiera entrar dentro de él. Que no necesitaran entrar en un museo o en una galería para recibir el mensaje proveniente de un cuadro, que el público se encontrara de repente con un cuadro inmenso en la calle, que no necesite ir a ver Arte sino que el Arte lo encontraran paseando, de compras o al ir al trabajo… Tropezarse con él e involuntariamente establecer una comunicación, cualquier cosa, pero al fin una conexión entre el espectador y la obra, una relación siempre enriquecedora. Atravesaba el Pont de l’Alma siguiendo el Sena y la idea se iba perfilando “sí, colocar un cuadro con el que se tropiecen literalmente, sí pero… ¿y las dimensiones? ¿qué tamaño tiene que tener una obra para que una parte de la ciudad pueda —y sobretodo una como París— formar parte estética de dicha obra?, ¿cómo hacerlo? ¿con qué materiales?”… Veía ya la estación Kennedy del RER y me alegraba de no haber cogido el metro, el paseo había sido constructivo y el proyecto que estaba desarrollando me parecía imparable.

Veía como la pareja de turistas ingleses se alejaba dándoles explicaciones al grupo, entre afirmaciones y sonrisas de comprensión; como embajadores de mi idea explicaban todo lo que yo les había contado. Revivía cómo surgió la idea y cómo la había llevado a cabo, aquel paseo tras bajar de la Torre días atrás y la realización en el Palais des Études que por fin tenía un cuadro digno de su espacio.

Tras la experiencia de los pisos de la Torre pasé a colocarlo en Les Champs de Mars, y volví a subir corriendo por los centenares de escalones de hierro hasta ver la inmensidad del paisaje que me devolvió el golpe con su diminuta presencia, lo veía a lo lejos y empezaba a comprender lo que hubiera sido la realización de una obra semejante para todos los rectángulos del jardín. Al bajar solo pensaba en poder recoger con tranquilidad el trozo de papel que había clavado en el cuidado césped del parque parisino. Un grupo de policías estaban rodeándolo curiosos. Los guardias lo custodiaban como si de algo importante se tratara… No les di mucha opción, no me preguntaron si tenía el permiso para poner aquello. Al plegarlo y arrugarlo se quedaron con los ojos muy grandes, asombrados al ver como se alejaba el enorme rollo hacia la boca del metro más cercana.

La plaza Beaubourg, frente al gran museo de Arte Moderno Georges Pompidou era otro de los lugares ideales para poder observar el cuadro desde sus múltiples pisos y escaleras mecánicas. La existencia de unas rejillas para recoger el agua dispuestas cada ocho metros resolvió el problema de la sujeción, reforzar el perímetro y atarlo a las rejillas fue la solución; dejar el cuadro solo durante las veces que subía por las escaleras mecánicas no me gustaba, pero al bajar, los comentarios del público y su entusiasmo me convencieron que la idea funcionaba y la gente entendía el principio del cuadro y su novedosa forma de exponerlo.

Volví unos días más tarde al espacio que lo había creado y, cúter en mano, lo corté en los trozos que llegaron a formar cuadros independientes. Fue entonces cuando supe que una experiencia así no podría quedar en el olvido, París me había dado la grandeza de una idea y su resolución técnica; extrapolar el tamaño hasta encontrar las dimensiones justas, el equilibrio entre lo realizable y lo plásticamente interesante, la relación entre la pintura y su entorno, entre un cuadro y su ciudad… Tan solo era una cuestión de tiempo.

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