domingo, 5 de octubre de 2008

"La Transfiguración" 350 m2. Wolfsburg 1997

Comiendo la agradable Pizza con Daniela veía sus ojillos negros sonrientes incitando a la narración. La pregunta sobre Horst había quedado en el aire y tenía que empezar por algún sitio, por algún momento. Era como clavar una chincheta en la cinta continua del tiempo, como intentar detener un recuerdo que pasa vertiginoso. “¿Cómo había empezado aquella historia? ¿En qué momento se bosquejaba el complejo plan que ahora estábamos desarrollando?”... Pensaba que todo empezó hace siete años, con la llamada de Maurice —todos los principios llevaban a Maurice— pero en realidad fue hace treinta y cinco.

Maurice Peutat, surgió de la nada, y en la nada se disolvió… Y entre nada y nada me presentó a Horst.

Durante la década de los 60 mi padre decidió recorrer una parte de Europa en autostop: Francia, Bélgica y su entonces exposición universal, viendo en directo aquel “Atomium” que tan fascinado me tenía de pequeño. En su recorrido por ese país de bombones pralinés, patatas fritas, gofres y cerveza, acabó encontrándose en una carretera, a las afueras de un pueblecito, esperando que algún coche se detuviera para llevarlo a su próximo destino. La fuerte lluvia no parecía ayudar en nada y, empapado, continuaba la espera. La puerta de la casa de enfrente se abrió. Una mujer mayor sacó un paraguas y, saliendo al diluvio, recogió a mi progenitor para meterlo en casa, secarlo y darle de cenar. Resultó que era una de esas familias adorables, sencillas y bondadosas; ese tipo de gente que te entra con tal facilidad que te parece normal y cotidiano a los diez minutos de conocerlos, aunque cuando te despides te das cuenta hasta qué punto resultan extraordinarios y únicos. En aquella cena se entabló una peculiar amistad y para el caminante, uno de los mejores recuerdos de aquel loco viaje de antaño. Un poco de dinero para coger el autobús y continuar el trayecto fue su último regalo de despedida, un adiós simbólico de la familia Peutat.

Mi padre se convirtió en un asiduo de los talleres de joyería parisinos (por aquella época aún en vogue) y algún que otro viaje por aquel pueblecito de Bélgica nunca estaba de más. La luna de miel del final del verano del 63 pasó por París y por casa de los Peutat. Yo desde siempre había observado con curiosidad aquellas fotos de colores alterados que, entre papeles crujientes, reposaban tranquilas en los álbumes familiares: la granja, la casa de madera y una niña muy rubia en brazos de mi madre. Marie-Claude, era la hija de Pierre, el mayor.

Veintiocho años después Maurice estaba al otro lado del teléfono. Mi padre lo cogió como una llamada más, quien sonó detrás del auricular no fue nada corriente, al contrario, de lo más inesperado. Las historias fluían tras colgar el auricular. Mi madre apenas si se acordaba de él, era Pierre, el hermano mayor de la familia quien había sostenido el grueso pilar de la amistad durante varios años.

El recordar todas aquellas vivencias parecía rejuvenecedor, mis padres disfrutaban abriendo el baúl y sacando a la luz algunas historias de tantos años atrás. Los álbumes presidieron los recuerdos, las fotografías sepias me ilustraban entre atolondradas anécdotas y suspiros de antaño. Pierre murió joven y el contacto se fue deshaciendo poco a poco hasta llegar al olvido. Un comentario me llenó de asombro, Maurice era considerado por su hermano como la oveja negra de la familia.

Resultaba que casi treinta años después estaba en Madrid y había recibido un premio en la Feria de Urbanismo por la construcción de un hotel en Luxemburgo. Convertido en un gran cocinero de renombre en Europa montaba restaurantes de gran lujo en hoteles bastante caros y selectos. Para él la única persona que conocía en España era el antiguo amigo de su hermano Pierre, Rodolfo Navarro, y dándole el nombre de mi padre —entre colegas— al gerente del hotel, éste le localizó el teléfono en pocos minutos.

Al recogerlo en la estación de tren, me encontré con un personaje muy alto, casi calvo con el pelo blanco y corto que le hacían mucho más mayor. Vestido con un traje gris plata y un abrigo de cachemir beige de perfecta caída, lo acompañaba una joven “secretaria” con un ligero exceso de maquillaje, la maleta de cuero impecable y el Rolex de oro decían mucho más que sus cristalinos ojos grises. Tras un efusivo abrazo que intentaba recortar los treinta años de separación nos fuimos a casa donde pasaron el fin de semana. Desde entonces, sus visitas fueron bastantes asiduas. Nos contaba que, de joven, estuvo en la cárcel y que ahora estaba instalado montando hoteles y restaurantes por el norte de Europa. Que Marie-Claude era en el fondo simplemente Claude y que a la familia le había costado bastante reconocer el error de la Naturaleza, mi madre se quedó con cara de estupor y no se volvió a tocar más el tema. Maurice no paraba de hablar mal de su hermano Pierre.

En uno de mis viajes a París, tras la beca Erasmus a finales de 1990 y los nueve meses que su escuela de Bellas Artes me ofreciera, fui a visitarle a Luxemburgo. La mejor suite de un Grand Hotel, restaurantes carísimos y selectos, donde él a penas si comía la cuarta parte de un plato ya diminuto de por sí, algunas visitas a los hoteles que estaba construyendo a las afueras, me envolvían en un alo grandioso y nuevo para un joven trotamundos. Me ofreció exponer cuadros y relieves en la inauguración de su hotel en noviembre de ese mismo año, 1991. Fue por aquella época que se le fue metiendo en la cabeza construir un hotel de esas características en Valencia y junto con mi padre se buscaron abogados, banqueros y arquitectos… La movida iba cogiendo auge.

Sus visitas a Valencia aumentaron. Los viajes de mi padre y el séquito de la organización a Alemania se produjeron como la continuación de un proyecto hotelero que a todos les perecía inaudito, salvo a Maurice. La construcción del hotel de Luxemburgo se iba retrasando y mi exposición con ella. Tras una visita a mi estudio en Valencia programó un encuentro con un amigo suyo, miembro del consejo de un museo de arte contemporáneo importante en Alemania, se llamaba Horst Michalzick.

En un viaje relámpago de París a Luxemburgo y de allí en su coche hasta Wolfsburg a 220 km por hora, organizó una cena en uno de sus restaurantes y hoteles. Yo estaba un poco mareado y me sentía fuera de lugar. Tras un baño en una habitación inmensa y caldeada, a las ocho estábamos sentados para la cena. Pasar de francés al inglés me resultó un poco difícil al principio, Maurice traducía con un alemán fluido e incomprensible, habiendo lanzado la semillita me dediqué un poco al plato de filete de jabalí con hierbas aromáticas que empezaba a quedarse frío, lo cual era una pena.

Maurice ayudaba con el alemán y Horst cabeceaba con mi inglés; por el momento me daba por satisfecho, podía hacerme entender, podía transmitir mis ideas, hacerlas realidad con palabras entrecortadas y frases medio construidas. La cena duró tres horas, y siete platos cocinados en el momento de una exquisitez poco común para mí. Como único tema sorprendente que tenía en la manga: el cuadro titulado “Le miroir interieur” de cincuenta metros cuadrados realizado en la Escuela de Bellas artes de París. Poco a poco, animando la copiosa y lentísima cena iba contando cómo lo expuse bajo la Tour Eiffel, para poderlo ver desde el primer piso, y en la Piazza Beaubourg, frente al Museo Georges Pompidou, para observarlo desde los diferentes pisos de su barroca fachada tubular. Ante su cara de asombro surgió la idea. “¿Tal vez podría realizar algo similar, si encontramos el lugar idóneo?”… La pregunta quedó en el aire, Horst y Maurice empezaron a hablar en alemán.

Fue entonces cuando Horst Michalzic empezó a hablarme del Museo Schloß, de su importancia y dimensiones, parecía que la semilla había cuajado. Intentando cazar alguna frase al vuelo, le pregunté si el castillo tenía un patio interior. Me lancé en picado a desarrollar todo un proyecto de realización de un cuadro inmenso que cubriría toda su superficie. No había visto el castillo, ni sabía las posibilidades, ni quién era la persona con quien estábamos cenando aquella maravillosa sucesión de exquisiteces, sólo sabía que estaba allí, y ante mi tenía a alguien que se interesaba por una idea loca e innovadora, una idea que me había hecho soñar en París y que la llevaba siempre conmigo, paseando junto a mí, mis sueños y visiones más enajenadas. Podría decir tan solo que, por aquel entonces la idea no estaba demasiado reflexionada. Les explicaba que el público podría observarlo desde el suelo, al entrar, y recortado por las ventanas de los diferentes pisos mezclado con las fachadas y el resto de visitantes. La inexperiencia y la ingenuidad me daban la fuerza de una seguridad que, si bien no era falsa si parecía muy, muy lejana. La cena pasaba y la euforia de una obra que ya parecía estar hecha acabaron por conseguir —in extremis— una cita a la mañana siguiente en el Castillo-Museo con el director, y donde Maurice haría de traductor. La semilla se había convertido en una plantita de buena altura, no obstante intuía que era bastante frágil y necesitaría mucho riego.


Otro plato, esta vez con triángulos de queso que frío ya no hacía hilitos, me recordaba que si no iba comiendo Daniela iba a acabar mucho antes que yo. La pizzería se iba vaciando y yo con mi relato me estaba alargando demasiado, ella estaba encantada con la historia rocambolesca del encuentro con Horst y mi inglés fluía cada vez mejor. Con las manos cruzadas bajo su barbilla y los codos sobre la mesa me miraba directa y sincera. Sentía que me estaba dejando llevar por los detalles de una historia interminable, así que intenté resumir el final como pude.

—No imaginaba que fuera tan complicado —Daniela se asombraba bebiendo su café expreso con ruidosos sorbos para enfriarlo.

—Pues esto no es lo más sorprendente —Le contesté convencido.

—¿De veras?…

El proyecto de construcción del hotel en mi ciudad natal fue en aumento, iba cogiendo un tamaño desmesurado donde el dinero de empresas del “Paradis Luxemburgois” y el fantasma de las “Inversiones extranjeras”, era el centro de todo lo hasta ahora planificado. Maurice iba y venía por Valencia como Pedro por su casa, yo, cada vez más instalado en París iba reforzando mi contacto con Horst mandándole fotografías de mis cuadros, dossiers completos y textos traducidos con mis ideas.

El día catorce de febrero de mil novecientos noventa y dos, Maurice Peutat tenía que llegar a Valencia para poner punto final a toda la operación del hotel. Un cheque bancario de cinco millones de marcos alemanes era todo lo que necesitaba para ello. Y Maurice Peutat nunca llegó… Y el dinero tampoco, claro. No solamente es que nunca apareció, sino que hasta el día de hoy no hemos vuelto a tener ni una sola noticia de él. Las conjeturas, sospechas y elucubraciones podrían dar para varios guiones de las mejores películas de Hollywood, pero Maurice se volatilizó. ¡Puff!…

De todo aquello solo quedó una frágil conexión con Horst y la testarudez de un joven artista loco por plasmar su idea en un Museo alemán.

“OH!, I love it!”, Daniela estaba encantada con el final de la historia. Saliendo del restaurante italiano caminábamos por las calles peatonales de la ciudad de Wolfsburg y a mí me costaba salir del recital que acababa de revivir. Cuatro años intentando mantener en vida una idea a miles de kilómetros de mi casa, mi estudio y mi trabajo cotidiano. La plantita que creció alocada, en una cena, en un hotel de Alemania había perdido un poco de salud, pero nunca la di por muerta.

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