domingo, 5 de octubre de 2008

"Le Miroir Intérieur" 50 m2 París 1990

Instalado en París desde hacía más de ocho meses y en una de las muchas veces que subí a la Torre Eiffel —siempre por las escaleras y admirando sus remaches, reparaciones y ensambladas piezas de hierro— contemplé Les Champs de Mars como quien admira un cuadro. Descubrí que ese era un buen punto de vista para ver un cuadro grande, pero… “¿Cómo de grande?”. Con la idea burbujeante, bajé apresurado y me dispuse a medir los nueve rectángulos de césped, contándolos con un pie delante del otro, rápidos cálculos me decía que aquello era inmenso.

De vuelta en mi pequeña habitación de la rue de l’Assumption empecé a medir y multiplicar hasta obtener la relación proporcional: siendo un lápiz la Torre Eiffel los nueve rectángulos de papel se alineaban en más de un metro de longitud… Miles de metros cuadrados eran demasiados incluso para quien ilusionado veía un nuevo reto que alcanzar. La lógica se impuso y la realidad me demostró que cada cosa tenía su tiempo y cada cuadro sus proporciones adecuadas: un boceto de 50 m2 sería suficiente para empezar.

La tranquilidad de saberme en el Palais des Études de la escuela de Bellas Artes de París —inmenso hall acristalado de tres pisos de altura y más de quinientos metros cuadrados— y cerca del final del curso puso el punto definitivo a la idea: lanzar un mensaje al público, realizar un cuadro tan grande que sea capaz de competir con la ciudad, que sean las calles su marco y que la gente pueda preguntarse el por qué de una obra así… Su mensaje y función.

Cuando en las vacaciones de Pascua le contaba la idea a Rafael P. Contel estaba muy lejos de imaginar dónde acabaría esa aventura, pero al volver a París me volqué de lleno en mi nuevo reto: Dos figuras, hombre y mujer, hechos con trazos infantiles serían la idea, el mensaje: que los sexos fuesen más grandes que la cabeza para ironizar con aquellos que suelen pensar más con la entrepierna que con el cerebro. Las palabras “le miroir intérieur” (el espejo interior) escritas al revés, como si las viéramos a través de un espejo nos haría cuestionarnos dónde estamos… “¿es un reflejo nuestro?, ¿es nuestra imagen la que se refleja o sólo un reflejo invertido de esa imagen?…” intentando leer el título, el espectador entraría en el juego del mensaje que la obra le intentaría transmitir.

Un solo papel cuadrado de siete metros de lado y los tres colores primarios —pigmentos puros, látex y agua— me permitieron hacer cinco litros de pintura líquida y transparente; como si fuera acuarela. Las aguadas se superponían utilizando el blanco del papel como fondo. Plegarlo siete veces y enrollando la tira que quedaba, el cuadro se convirtió en un enorme pero transportable rollo de papel. Buscando horas de poca afluencia en el siempre atestado metro parisino, me desplazaba por la ciudad para colocarlo allí donde se podía percibir a la distancia correcta.

Desde el primer piso de la Torre Eiffel —aquella amiga que me apuntó la idea desde sus alturas— y en un soleado día de mayo de 1990, coloqué el gran papel en el centro exacto del octógono de su base, la gravilla resultó ideal para sumergir el perímetro del cuadro en ella y evitar que el viento se lo llevara volando. Por el inmenso hueco de hierro del primer piso observaba y fotografiaba la obra que semanas atrás había surgido en el suelo del Palais des Etudes de la escuela. Veía a los turistas agrupándose a su alrededor intentando comprender la imagen que surgía del suelo, mientras, otros a mi lado en la primera planta veían con claridad tanto el dibujo como el mensaje del cuadro. Al cabo del rato y mientras seguía fotografiando el resultado, una joven pareja inglesa se acercó preguntándome si la obra era mía, habían estado abajo haciendo cola para coger el ascensor y ahora que estaban en el primer piso podían comprender lo que antes tan solo intentaban adivinar. Charlaban de cómo entre el grupo se pusieron a discutir y comentar el fin de tal obra y cómo lo entendieron cuando el ascensor los expulso a más de 100 metros de altura. Una extraña sensación me transportó lejos de allí, los ingleses hablaban y yo recordaba aquel paseo, estaba volviendo a mi pequeña habitación del barrio dieciséis hacía unas semanas, era tarde y no podía dejar de pensar en la posibilidad de realizar un cuadro en el que la gente pudiera entrar dentro de él. Que no necesitaran entrar en un museo o en una galería para recibir el mensaje proveniente de un cuadro, que el público se encontrara de repente con un cuadro inmenso en la calle, que no necesite ir a ver Arte sino que el Arte lo encontraran paseando, de compras o al ir al trabajo… Tropezarse con él e involuntariamente establecer una comunicación, cualquier cosa, pero al fin una conexión entre el espectador y la obra, una relación siempre enriquecedora. Atravesaba el Pont de l’Alma siguiendo el Sena y la idea se iba perfilando “sí, colocar un cuadro con el que se tropiecen literalmente, sí pero… ¿y las dimensiones? ¿qué tamaño tiene que tener una obra para que una parte de la ciudad pueda —y sobretodo una como París— formar parte estética de dicha obra?, ¿cómo hacerlo? ¿con qué materiales?”… Veía ya la estación Kennedy del RER y me alegraba de no haber cogido el metro, el paseo había sido constructivo y el proyecto que estaba desarrollando me parecía imparable.

Veía como la pareja de turistas ingleses se alejaba dándoles explicaciones al grupo, entre afirmaciones y sonrisas de comprensión; como embajadores de mi idea explicaban todo lo que yo les había contado. Revivía cómo surgió la idea y cómo la había llevado a cabo, aquel paseo tras bajar de la Torre días atrás y la realización en el Palais des Études que por fin tenía un cuadro digno de su espacio.

Tras la experiencia de los pisos de la Torre pasé a colocarlo en Les Champs de Mars, y volví a subir corriendo por los centenares de escalones de hierro hasta ver la inmensidad del paisaje que me devolvió el golpe con su diminuta presencia, lo veía a lo lejos y empezaba a comprender lo que hubiera sido la realización de una obra semejante para todos los rectángulos del jardín. Al bajar solo pensaba en poder recoger con tranquilidad el trozo de papel que había clavado en el cuidado césped del parque parisino. Un grupo de policías estaban rodeándolo curiosos. Los guardias lo custodiaban como si de algo importante se tratara… No les di mucha opción, no me preguntaron si tenía el permiso para poner aquello. Al plegarlo y arrugarlo se quedaron con los ojos muy grandes, asombrados al ver como se alejaba el enorme rollo hacia la boca del metro más cercana.

La plaza Beaubourg, frente al gran museo de Arte Moderno Georges Pompidou era otro de los lugares ideales para poder observar el cuadro desde sus múltiples pisos y escaleras mecánicas. La existencia de unas rejillas para recoger el agua dispuestas cada ocho metros resolvió el problema de la sujeción, reforzar el perímetro y atarlo a las rejillas fue la solución; dejar el cuadro solo durante las veces que subía por las escaleras mecánicas no me gustaba, pero al bajar, los comentarios del público y su entusiasmo me convencieron que la idea funcionaba y la gente entendía el principio del cuadro y su novedosa forma de exponerlo.

Volví unos días más tarde al espacio que lo había creado y, cúter en mano, lo corté en los trozos que llegaron a formar cuadros independientes. Fue entonces cuando supe que una experiencia así no podría quedar en el olvido, París me había dado la grandeza de una idea y su resolución técnica; extrapolar el tamaño hasta encontrar las dimensiones justas, el equilibrio entre lo realizable y lo plásticamente interesante, la relación entre la pintura y su entorno, entre un cuadro y su ciudad… Tan solo era una cuestión de tiempo.

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