domingo, 5 de octubre de 2008

"L'Espace c'est le Centre", Melun 2003

El martes 17 de diciembre llegaba puntual a las nueve y media para descargar coche y remolque. Pascal Dupont, jefe de mantenimiento, me esperaba con los montadores en la puerta del muelle de carga y descarga. Al verlos recordé cómo en la exposición del 96 hicieron lo mínimo para ayudar a colocar la obra de la exposición, recordaba como mi madre subía los cuadros por las escaleras cuando ellos pasaban a su lado con las manos vacías… Todo menos indicarnos dónde estaba el ascensor. Lo que tuve que luchar para que encontraran una tela negra que cubriera los ventanales.

Ya instalados desde varios días atrás en la pequeña casa de los padres de Marie-Noëlle, no podía llegar tarde esa mañana. Hacía más de un año que se había dado la fecha para limpiar los cristales del techo y la mini-grua estaría a mi disposición por la tarde. Cuando todo estuvo descargado y lo iban subiendo por el montacargas vi que la grúa ya había terminado y empezaban a desmontarla. Con un susto en el cuerpo le dije a Pascal que teníamos un acuerdo para que la usara esa tarde. Él no sabía nada y la habían alquilado solo por unas horas esa mañana, se la llevarían después de comer.

Crucificado por mi permanente estatus de incorregible-resuelve-problemas les pedía a los técnicos si me podían ayudar a pasar los hilos para empezar a subir las piezas de papel. ¡Ah, eran las doce, hora de la comida!... No me lo podía creer. Allí estaba la grúa, allí todo el material y nadie para ayudarme. Claro que teníamos toda la semana para montar la exposición y no había prisas, pero sólo disponía de unas horas la grúa y nadie parecía entender lo importante que era.

Como buen cabezota, me subí a la cestilla y le pedí al limpia-cristales que me izara. La orden no tenía apelación. Enganché una pieza de papel, la más grande y la até como pude a dos gruesos cables de acero que recorrían el techo de parte a parte bajo los cristales. Anudé otros hilos que me servirían desde abajo e impotente descendí ante la urgencia del dueño de los mandos que también quería ir a comer. La rabia e incapacidad me corroían. Si los principios eran duros y difíciles, aquellos de las instalaciones que solo puedes resolver en el mismo instante en el que empiezas eran los peores, que no me dejaran usar la herramienta fundamental que estaba a mis pies era del todo frustrante. Todas las piezas estaban esparcidas por el suelo del hall, yo era como una más de ellas, y la grúa inmóvil me gritaba lo absurdo de la situación.

Por la tarde se la llevaron y los técnicos que me tenían que ayudar ya habían subido los cuadros y las esculturas a la sala y me observaban divertidos en el mar de piezas de papel del suelo como si estuvieran en el palco de un espectáculo circense. Cogí a Pascal y le dije si es que nadie me va ayudar, me contestó que ellos no estaban allí para instalaciones raras en el Hall, eso no les correspondía. Nueva situación, malos modos y nuevo reto.

Comprendí tarde que la brusquedad de mi necesidad había sido mucho más que contraproducente, el recuerdo de lo vivido cuatro años atrás parecía más nítido que nunca. Pero escuchar las risitas de los cuatro tíos que me observaban cínicos era insultante y doloroso, pero no insoluble. Tenía varios días, tenía el material, el espacio, mis piezas traídas bajo la nieve con el coche y las niñas; había movido a toda mi familia desde Valencia para estar allí en ese día, a esa hora. Todo para montar las piezas en el aire y tener suficiente tiempo para los imprevistos. Bueno ahora me encontraba con uno de esos imprevistos que de verdad era un gran obstáculo, pero no era insalvable. Salí a frío helado de la calle para calmarme. Anduve sin rumbo esperando que los montadores se hastiaran de su estúpida victoria. Al recuerdo me vino la misma sensación cuando en 1988 Rafael P. Contel me ayudaba a colocar las fotografías —del viaje de dos meses por la india realizado un año antes— en el Círculo de Bellas Artes de Valencia. Las barras estaban pegadas al techo a cuatro metros de altura y con la escalera apenas se llegaba a colgar las cadenas y los ganchos que sujetaban las fotografías enmarcadas. Cuando ya solamente nos quedaban tres o cuatro se levantó de una silla un esmirriado personaje de cara risueña y sacando un palo largo con un garfio en la punta colgó los que quedaban en unos minutos. Con una risita de triunfo nos dio la espalda y se encaminó al bar a seguir bebiendo entre risotadas de compañeros estúpidos. La frase de Rafael era igualmente apropiada para el Centro Cultural francés: “Hasta los más infelices necesitan sentirse superiores por unos instantes, a pesar de hacerlo a costa de su propio prestigio” me dijo con tono aleccionador, “Eso debe de ser que no tienen ninguno” le contesté yo hirviéndome la sangre. Entonces tan solo tenía 22 años y debía seguir aprendiendo la lección catorce años después.

El hall estaba desierto y caliente. Con la tranquilidad de saberme sereno me centré en el problema que tenía ante mí. La pieza más alta estaba colgada pero sin forma, de sus puntas caían los hilos de nylon en el centro del vacío inaccesible. Bajé al sótano y encontré un palo largo con un clavo en un extremo y lo usé para acercar ese hilo, al atarlo a la barandilla las curvas del papel se doblaron de forma armónica. Repitiendo lo mismo desde cada esquina quedó suspendida con gracia.

Arrugando unos papeles y envolviéndolos con celo hice una bola y até otro hilo transparente, la lancé hasta que conseguí pasarla por los cables de acero del techo, la pelota atada cayó a las escaleras de abajo y tras muchos viajes fui subiendo una a una las veinticinco piezas que llevaba. El laberinto de hilos de nylon en lugar de ser un problema resolvieron anclajes cercanos y, como tensores intermedios, trababan todo el conjunto como una tela de araña invisible. Al cabo de las horas Pascal se me acercó para decirme algo, sin duda algún remordimiento profesional tendría cuando se le notaba en la cara las excusas que no llegaba a pronunciar. “Aquí cuando llegan los artistas se portan muy bien con los técnicos, los invitan a comer y les dan algunas propinas” me dijo como toda explicación. Con la lección aprendida le insinué que no pasaba nada, y seguí con lo mío, prefería trabajar solo que con gente como esa, disponía de tiempo pero no necesitaba ni un gramo de ineficacia. Yo no le iba a explicar la mala noche de un bebé con retortijones de estómago, ni el cansancio acumulado del viaje, ni la responsabilidad de que todo estuviera perfecto, que la idea quedara para el recuerdo tal y como se merecía mi historia. Yo no estaba allí para hacer cualquier cosa, tenía que quedar bien, suficientemente bien para que yo me sintiera tranquilo y para lo que menos estaba era para pasar el rato simpático con los retrasados que se sentían ofendidos por el artista con humos.

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