domingo, 5 de octubre de 2008

"CuadroCubo" 400m2, Valencia 2002

El 11 de septiembre de 2001 el mundo tembló.

Perdidos en el campo de una Llíria melancólica y rodeada de naranjos, sin televisión ni ganas de saber del mundo pasamos ajenos a la mayor noticia mediatizada del incipiente siglo que estábamos empezando. Comiendo al sol de un día más de pintura y niñas juguetonas evitamos el inmenso impacto de la noticia en directo.

En la nave, que un amigo de José Ibarruri me había conseguido de mayo a noviembre, volvía a destapar los cubos de pintura y a barrer el cuadro extendido, pues el polvo de la nave abandonada me molestaba al pintar. La radio me ofrecía la compañía necesaria de tan solitaria tarea. El cuadro avanzaba tranquilo, al final en nombre de CuadroCubo se iba imponiendo con el paso del tiempo y ya tenía en mente una primera prueba para octubre; no dejaba de proyectarme en el tiempo, de analizar cuánto tardaría en acabar, qué podría pintar en qué sitio y qué haría cuando no pudiera disponer de semejante espacio para trabajar el cuadro casi al completo.

Los comentarios radiofónicos no los entendía, explosiones, derribos… Daban por sentado que todo el mundo lo sabía y no alcanzaba a visualizar la dimensión de lo que transmitían. Intrigado me detuve a estudiar las inconexas informaciones que oía. Al realizar la magnitud de semejante acto quedé paralizado, incapaz de seguir trabajando, veía el cuadro ajeno y superfluo, insípido y banal. Volví a casa para encender el televisor e impregnarme de lo que occidente ya nunca podría olvidar, jamás. Sentados en el sofá con unos bebés inconscientes intentábamos analizar la amplitud de semejante acto sin llegar a concebirlo. El tiempo necesario para la reflexión sería el crisol de nuevos planteamientos, pero intuía que nada bueno saldría de aquello y la breve historia vivida me demostraba que éramos incapaces de aprender de nuestros errores. Tal vez el Ser Humano tuviera el estigma de la perdición y el tropiezo ineludible en el mismo escollo, quizás nos mereciéramos hacia donde estábamos abocados a caer. Nuestro individualismo sería nuestra perdición.

Los días iban pasando entre el recuerdo del monstruoso atentado y el inminente futuro ante nosotros. Poco a poco el cuadro se preparaba para su puesta de largo, para su primera aparición en público, el Claustro de piedra lo esperaba con sus columnas abiertas y sus alumnos teólogos, asombrados.

La mañana apareció fresca y despejada. En la entrada el portero me miraba con cara extraña y mientras le explicaba que iba a hacer una prueba y que sólo tardaría unas pocas horas fui dejando lo papeles plegados según la numeración establecida. Nunca acertaba a volverlos a plegar de la misma forma y los números anteriores siempre quedaban escondidos por el medio. Al desplegarlo el colorido inundó en marco de piedra austero y silencioso. Tan sólo era una esquina, pero ya se intuía lo que acabaría siendo un inmenso tapiz colorido, lleno de mensajes, figuras y alusiones a un cubo omnipresente y tridimensional.

Las fotografías se sucedían imparables, las imágenes en vídeo le daban al proyecto un halo de realizable nunca antes conseguido. Procesos filmados y fotografiados, ese afán de hacer llegar, de transmitir… De mostrar que aquello iba existir. La era digital acababa de subir un escalón importante con el flamante MacBook Pro de 15,2 pulgadas. El portátil plateado de Apple me acompañaba en las largas sesiones de pintura en la nave, en las pruebas en el Claustro y con él descubría la libertad de trabajar sin depender de una mesa de despacho.

Apple volvía a conquistarme con un iTunes recién nacido y muy lejos todavía de su inmensa cuota de mercado en la reproducción de música en mp3. Con el primer software de edición de vídeo llegó la manipulación de la imagen en movimiento desde el sillón del salón. Las tomas de los procesos pictóricos, de las pruebas y realización de bocetos tomaban un nuevo cariz; con suaves fondos de música electrónica y fundidos limitados, iMovie ejecutaba películas en un abrir y cerrar de ojos. Con un simple clic la pantalla se fundía en negro y empezaba la sesión, sin cables podía enseñar el proceso del cuadro en movimiento; nunca la tecnología había tenido una aplicación tan práctica y sencilla.

Desde entonces el ordenador portátil me perseguiría como un libro plata de poco más de dos kilos de peso. Las fotografías sucumbían imparables ante la Sony digital y aquellos olvidados cinco megapixels, y la organización de tanta información pronto requirió de algunos discos duros externos y muchos cables liosos.

La mezcla entre la tecnología más puntera y práctica con los pinceles y los colores primarios no se me hacía nada extraña. En los cubos de pintura los colores seguían diluidos y pastosos en el fondo, y con la llegada del nuevo año –el año de la inauguración— descubrimos que esperábamos un nuevo bebé. Las cuentas extrañas de los embarazos rozaban el tiempo de exposición de la obra y nada, salvo la espera, podría darnos fe de aquel mes de junio de 2002. El abandono de la nave había dado como resultado la aplicación de la pintura en el estudio de casa, plegando y desplegando los papeles para que cupieran planos en el limitado suelo de tan solo seis por cuatro metros, iba pintando los detalles inmensos de una obra que me absorbía por entero.

En el Taller-Escuela de la calle Cádiz mezclaba las clases vespertinas con la apretada agenda de mi realización inmensa. Los papeles se dividían entre la casa de Llíria y el estudio de Valencia, como si el cuadro necesitara de todo el espacio disponible, iba acaparando superficies, devorando habitaciones… Lo quería todo, se lo tragaba todo. Los alumnos participaban en el desarrollo de la obra, se asombraban del reto y enardecían al creador de semejante locura. Yo les explicaba los principios plásticos que se escondían tras la llamativa dimensión y ellos asumían que el tamaño no importaba. Mientras seguían con sus ejercicios yo dibujaba junto a ellos en los ratos serenos. El cubo se llevaba la mitad del título y el Cubo, bajo sus múltiples facetas representativas, se encargaba de la gran parte de las ideas plásticas de la Obra. De cada columna de piedra del claustro, una escultura pintada sostenía la columna bidimensional. Los 20 cuadros titulados “Esculturas de Columnas” formaban una de las principales colecciones de cuadros que —bajo la idea de la metamorfosis entre lo real de la piedra y lo plano del cuadro— rodeaban todo el Patio del Claustro, dando el paso a los visitantes. En las esquinas las tres columnas no podían plasmarse de otra forma que con tres figuras entrelazadas; una escultura por cada una de las columnas de la esquina. El paralelismo entre el edificio y el cuadro tenía que ser muy estrecho, único, pues el cuadro se realizó para el Claustro de piedra y sus imponentes columnas; por él existía y en el cobraría vida en unos meses ansiados.

1 comentario:

Duarte dijo...

Este es el único que vi a lo vivo y hasta tuve que ayudarte a recogerlo el día que empezó a llover.
En mi casa está una de las piezas obtenidas de esta gran obra para deleite mío diario.
Un fuerte abrazo y muchos éxitos